El campo de Estados Unidos se nutre principalmente de jornaleros mexicanos que, junto con los agricultores para los que trabajan, son el motor del sector primario del país. Al menos la mitad de estos trabajadores agrícolas inmigrantes desempeña su labor sin permiso de trabajo.

Son las tres de la madrugada de un día cualquiera de agosto en la ciudad de El Paso. Las calles del centro son un hervidero de jornaleros, contratistas y capataces. En cada esquina grupos de trabajadores esperan a que las furgonetas o autobuses de los ranchos los trasladen a las fincas en las que recogerán chile durante toda la jornada. Les aguarda un largo día de trabajo y duras condiciones laborales. Del ritmo apresurado que consigan mantener para llenar los botes y la calidad de la cosecha que va en ellos dependerá su salario, que fluctúa entre los 60 y los 100 dólares al día.

Lo que queda de tiempo y energía apenas alcanza para volver a casa, ducha, cena y a dormir para poder levantarse nuevamente a las 2 de la mañana.

Este fenómeno de migraciones y desplazamientos de los trabajadores del campo no es exclusivo de la frontera estadounidense. Existe un flujo internacional de mano de obra que ha venido a sumarse al de los productos y los capitales.

La protección de los derechos humanos de estos trabajadores, así como un marco de trabajo legal que garantice condiciones laborales y salarios dignos evidencian el nivel democrático del país receptor y sin duda favorecen la cohesión social, ya que contribuyen a erradicar la desigualdad y la discriminación.