Dos tercios de las personas que padecen hambre aguda en el mundo se encuentran en países carcomidos por conflictos armados. En el epicentro de esta violencia, el campesinado, que ve convertido su trabajo en objetivo, y su territorio, en campo de batalla. Yemen o Sudán del Sur son ejemplos claros de estas circunstancias.

Yemen padece una hambruna devastadora. Según Naciones Unidas se trata de la peor crisis humanitaria del planeta en los últimos cien años, con trece millones de personas en riesgo de inanición. Los dos bandos en pugna han privado a la población yemení de su derecho al acceso a medicinas, agua y comida. Se ha utilizado, por tanto, el hambre como arma de guerra.

Los campesinos del norte del país han denunciado los ataques reiterados de la coalición liderada por Arabia Saudí sobre sus granjas, campos y cosechas, negando la producción local y dificultándola a futuro por la alta toxicidad que provocan sus bombardeos sobre la tierra. Una práctica perversa que ha aniquilado la economía rural y la forma de vida de gran parte de la población yemení que se ha visto obligada a huir a la ciudad.

Una suerte similar sufre Sudán del Sur. La violencia generalizada y el desplazamiento continuado en estos años de guerra han perjudicando especialmente las actividades agrícolas, han restringido el acceso a los campos y han destruido la economía de subsistencia de la mayoría de los hogares. Además, el gobierno sursudanés ha impedido deliberadamente la llegada de alimentos y ayuda humanitaria a una parte de la población civil.

La inseguridad alimentaria no es la única consecuencia para la población campesina. Unos seis millones de personas en Sudán del Sur viven en áreas con presencia de minas terrestres y restos explosivos de guerra, lo que provoca un gran riesgo para los habitantes de las zonas rurales, que deben cultivar campos o circular por caminos plagados de minas.